domingo, 25 de noviembre de 2012

Comunicación 2.0


Siglo XXI, Era de la Comunicación.  Las nuevas tecnologías se adhieren a nuestras vidas. Ya no somos sin ellas, y, claro está, ellas no son sin nosotros. La sociedad nos exige evolucionar para no quedarnos atrás, atados a la historia pasada. Tanto es así, que hemos perdido parte de nuestra identidad, una parte que nos definía: la interactuación entre las personas.

Ha quedado patente que hoy en día que los jóvenes nos hablamos más a través de cristales que cara a cara, y el punto en común son los chats de mensajería instantánea. Sé de sobras que es un gran invento, que ahorras, que hay mil y dos promociones para entrar en el sistema, que es muy simple de usar, que hablo con amigos que no veo nunca… Pero, además de irreal, tiene esencia adictiva. Esta adicción se convierte en una dependencia diaria. Con los primeros rayos de sol, en la mesa, en la ruta hacia un destino, en la soledad de la compañía, en la rutina del trabajo, entre la frescura de unas  cervezas e infinidad de momentos en los que tenemos un aparato tecnológico entre nuestras manos, que activa una burbuja de protección cara al exterior. Lo fuerte es que creemos estar más cerca del mundo, y nos alejamos tecla tras tecla. De hecho, en ocasiones, para aparentar que estamos ocupados en público, sacamos el teléfono cuando estamos solos. Debemos de ser muy importantes, digo yo.

Nuestros dedos juguetean con la irrealidad que resulta hablar con un teclado. La inexpresividad, a pesar de los infinitos emoticonos y expresiones, brilla por su presencia. Impresionados por la atracción de poder estar en contacto continuamente con nuestros amigos, hemos supeditado en gran parte el contacto visual y físico al meramente superficial. Parece utópico, pero es real. Es real hasta tal punto que ciertas personas pretenden ser la sal de todos los platos, obtener una especie de omnipresencia en las vidas de los que le rodean, intentando mantener el status que impone su persona a través de una máquina. Y eso no es posible, y si lo es, degrada su persona a categoría de objeto. Es incompatible. Cuando se está con una persona, todo lo demás no importa, ¿o prefieres un objeto a tu amigo?

Los más jóvenes de hoy en día acometen sus andanzas, llenas de prejuicios, a través de pantallas. Les entiendo. Es simple, no exige el esfuerzo que supone desarrollar tus capacidades de sociabilidad. Y eso lleva a tener miedo a arriesgarse en la amistad. Tanto es así que algunos tienen la valentía de expresar sentimientos e insultos ocultándose tras una pantalla, culpa de amistades y parejas rotas. Penoso y actual, en todas las edades presente, signo de inmadurez personal que carece de identidad. No es un modelo de comportamiento social a seguir, en definitiva. Como me dijeron en su día, nos han enganchado a una red de la que ya no podemos salir. Una espiral que solo se detiene si lo decides tú mismo. Flota en el aire la extraña sensación que venimos al mundo con un móvil en las manos, cual modelo de serie de una cadena de producción. Resulta paradójico que en la Era de la Comunicación se denote más incomunicación o, dicho de otra manera, una falsa comunicación.

Sé que la mensajería instantánea posee grandes ventajas, pero eso no es excusa para rebajarnos a la pereza y al vicio de “comunicarnos”. La vida es más que tecnología, por muy desarrollada y avanzada que sea. No la reduzcamos a meras fachadas y apariencias, seamos valientes de decir las cosas serias a la cara, no tengamos la cobardía de soltar el puño y esconder la mano. Debemos dar con la tecla adecuada de la vida para encontrar la relación perfecta, la combinación que haga posible exaltar las virtudes de la tecnología y mantener la conversación cara a cara. Si lo conseguimos, habremos alcanzado la nueva comunicación, aquella donde no es la pantalla la única que disfruta con tu sonrisa y se queda impasible con tu malestar, la Comunicación 2.0.

martes, 13 de noviembre de 2012

Por qué el fútbol

Con mucha frecuencia me pregunto qué tiene este deporte que se vive mundialmente, que une aficiones y que hace latir el corazón a razas de diversa índole. Qué posee que te hace vibrar desde el sofá de tu casa, desde los abarrotados bares, desde una butaca de un estadio o desde el campo mismo. ¿Qué es eso? ¿Qué es el fútbol? No lo sé. Sería demasiado limitarlo a una definición. Pero lo que sí aseguro es que es otra forma de ver la vida. Habrá quienes no estén de acuerdo. Y, como se suele decir, no sé que saben ellos de la vida, pero de lo que estoy seguro es que no saben nada del fútbol.
Qué sabrán ellos de sacrificarte día tras día, entreno tras entreno, con frío, calor o nieve. Qué sabrán ellos de sentir la presión cuando llegas a un entrenamiento, en el que has de demostrar tu valía. Qué te van a decir aquellos cuando sufriste una lesión, que no te resignaste, que seguiste apoyando a tu equipo desde la grada, que luchaste por volver. Qué te van a contar aquellos que perdieron un partido en el último minuto, de la impotencia y de la rabia.
El fútbol te enseñó a ser paciente desde el banquillo, a ser constante, a perseverar entreno tras entreno, jugada tras jugada, crítica tras crítica, grito tras grito. Fue él quien te dijo que tras cada balón perdido hay un compañero que dejas en evidencia. Te recordó que debes ser responsable dentro y fuera del campo de fútbol. Orgulloso de que te vieran jugar tus seres queridos y amigos, les invitabas a cada partido, te animaron y consolaron, te aconsejaron y te hicieron crecer como persona a través del deporte. Forjó amistades de trinchera, hermanos de sangre por los que darías la vida en el terreno de juego. Dominaste tus nervios desde el vestuario mientras te calzabas las botas, desafiaste al rival con la mirada en el calentamiento, respiraste hondo antes de empezar el partido. Caíste después de luchar como un gladiador, corriste hasta desfallecer, te levantaste embarrado, con frío y dolor, pero los superaste por unos colores, por un ideal, por una meta, por unos hermanos. Derrasmaste lágrimas con el corazón encogido tras perder, incluso injustamente, pero no te diste por vencido. Sentiste una alegría inmensa al abrazar a tus compañeros tras un gol, te conjuraste con ellos en la victoria y en la derrota. Te dijo que hay que respetar, que hay que ser competitivo, que hay que ganar, pero que no todo vale. Y, reto tras reto, con motivación y constancia, creciste como persona.
Por eso, el fútbol, sobre todo cuando se juega, es una escuela para la vida. Además de disfrutar, en el campo es donde se demuestra quién lo daría todo, quién sería capaz de ceder su puesto a otro para que disfrutara del cuero, quién es un caballero o un pedante. En el campo debes soportar, por desgracia, improperios de diversas personas, tragándote el orgullo y la soberbia. Allí naces, allí vives, allí mueres. El fútbol es vida. Te fortalece en las dificultades y te otras perspectivas de la vida. Y, aunque en ocasiones es causa de peleas, riñas y conflictos por su excesivo fanatismo, él sigue siendo tu mejor pasatiempo, del que aprendes y disfrutas.
Animo a todo aquel que ama el fútbol, a que siga disfrutando y deje disfrutar, que es un juego que se vive, pero que no vale la pena agredir física o verbalmente a cualquier persona o símbolo, conjunto o bandera. No limitemos este deporte a cuestiones personales, sociales o políticas. Dejémosle ser lo que es y ha sido. Aportemos nuestro grano de arena para que siga enseñando, para que siga enamorando y continue ganando adeptos, para que aumente esta gran familia. Seamos sensatos.
Gracias por existir, por deleitarnos noche tras noche, por hacernos vibrar con el himno de la Champions, por enseñarnos mucho, por darnos tanto. Gracias.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Instantes nocturnos


Saliste de casa esperanzado. Intuías algo. Un cúmulo de buenas sensaciones recorría tu cuerpo y decidiste salir a comerte la noche con lo que hubiera por delante. Habías quedado ya con los colegas de barra y con tus amistades de esquinas. Llevabas esperando el momento desde hacía ya menos de una semana. Estabas impaciente. Sería legendario, sería actuar como si no hubiera mañana. Presientes que si no te lanzas hoy habrás perdido una oportunidad de oro.

 El contacto visual y físico con esas personas fue emotivo, lleno de sentimiento y pasión, pero vacío de cariño y amistad, falto de amor. Un viernes más a resucitar el animal interior, a dejar fluir tu lívido, a volver a tocar el cielo. Con la primera copa llegó el recuerdo del último encuentro, con sabor fresco y amargo, como la primera ocasión que os saludasteis. Sentado en un parque, rodeado de personas de diversa índole, te sientes a gusto, te sientes querido, te sientes libre. Sientes tanto que al final sentirás que no sientes nada y sentirás que nada tiene sentido.

Entre risas y colegueo, chillidos de niñas histéricas llamando la atención y algún que otro sacando la cena, caen las copas y los hielos. La botella se va vaciando. Ya no dura tanto como antes. Ahora es tu furcia preferida. En un momento dado alcanzas una sensación de ingravidez, te crees que puedes volar y que eres lo mejor que ha venido al mundo. Tu cuerpo te pide una copa más, tu confusa mente te aconseja una retirada a tiempo, pero buscas más sensaciones que la última vez, alejar a tu alma de los problemas cotidianos. Quieres volver a alcanzar el clímax, la catarsis que te lleve allí donde no has llegado nunca. Te excusas concediendo una tregua a la rutina. Te vuelves a engañar. Al final acabas cayendo, acabas volviendo a encarnar aquello que te prometiste no volver a ser, pero ya no eres dueño de ti mismo, y poco a poco ves que la vista se nubla, que no puedes volar.

Tus compañeros en este viaje se han perdido buscando un destino, estás con mucha gente, pero te sientes solo. Las sonrisas de antes ya no significan nada más que hielo envasado, que se derrite como tu malgastada juventud. Has ido acumulando logros para seguir en la cresta de la ola, has querido mantener tu status, pero, ¿a qué precio? Dando tumbos vuelves a casa. Ha sido una noche más, ha sido una noche menos. Sin saber cómo, la luna ya no brilla igual que la última vez que cruzaste el umbral. Ya no sabes donde agarrarte, en qué soporte apoyar tu endeble cerebro.

Te lamentas. Te lamentas mucho. El momento ha sido fugaz, no ha resultado ser tanto como esperabas y la factura es más cara de lo que te puedes permitir. Te repites una y otra vez no beber nunca más, convencido de que así será, y juras en arameo por lo más santo que conoces. Después de otra noche perdida, te acuestas, oliendo mal y vistiendo limpio, con un pensamiento claro: por la noche, como dice la canción, la única verdad es que todo es mentira. Y, al día siguiente, te despiertas sin acordarte de nada, con la resaca de amante y la constante desesperación de haber aprovechado el momento, de haber disfrutado del Carpe diem, de haber seguido las enseñanzas de la sociedad, de satisfacer tus apetitos. Pero eso ya no te llena, te desesperas y tu mente se lanza al vacío en busca de respuestas. Quizá deberías dejar de reducir tu vida a instantes puntuales. Quizá podrías dejar de pensar en ti mismo. Quizá intentaría vivir menos en el placer inmediato y luchar por algo más en el largo plazo. Quizá algo que requiera esfuerzo, algo inconformista, algo que realmente te llene. Quizá no fijarse tanto en los riegos y miedos. Quizá lo que tendrías que hacer es dejar de buscar respuestas, y formular bien las preguntas.