Con mucha frecuencia me pregunto qué tiene este deporte que se vive
mundialmente, que une aficiones y que hace latir el corazón a razas de diversa
índole. Qué posee que te hace vibrar desde el sofá de tu casa, desde los
abarrotados bares, desde una butaca de un estadio o desde el campo mismo. ¿Qué
es eso? ¿Qué es el fútbol? No lo sé. Sería demasiado limitarlo a una
definición. Pero lo que sí aseguro es que es otra forma de ver la vida. Habrá
quienes no estén de acuerdo. Y, como se suele decir, no sé que saben ellos de
la vida, pero de lo que estoy seguro es que no saben nada del fútbol.
Qué sabrán ellos de sacrificarte día tras día, entreno tras entreno,
con frío, calor o nieve. Qué sabrán ellos de sentir la presión cuando llegas a
un entrenamiento, en el que has de demostrar tu valía. Qué te van a decir
aquellos cuando sufriste una lesión, que no te resignaste, que seguiste
apoyando a tu equipo desde la grada, que luchaste por volver. Qué te van a
contar aquellos que perdieron un partido en el último minuto, de la impotencia
y de la rabia.
El fútbol te enseñó a ser paciente desde el banquillo, a ser
constante, a perseverar entreno tras entreno, jugada tras jugada, crítica tras
crítica, grito tras grito. Fue él quien te dijo que tras cada balón perdido hay
un compañero que dejas en evidencia. Te recordó que debes ser responsable
dentro y fuera del campo de fútbol. Orgulloso de que te vieran jugar tus seres queridos y amigos, les invitabas a cada partido, te animaron y consolaron, te aconsejaron y te hicieron crecer como persona a través del deporte. Forjó amistades de trinchera, hermanos de
sangre por los que darías la vida en el terreno de juego. Dominaste tus nervios desde el vestuario
mientras te calzabas las botas, desafiaste al rival con la mirada en el
calentamiento, respiraste hondo antes de empezar el partido. Caíste después de
luchar como un gladiador, corriste hasta desfallecer, te levantaste embarrado,
con frío y dolor, pero los superaste por unos colores, por un ideal, por una
meta, por unos hermanos. Derrasmaste lágrimas con el corazón encogido tras perder, incluso injustamente, pero no te diste por vencido. Sentiste una alegría inmensa al abrazar a tus compañeros tras un gol, te conjuraste con ellos en la victoria y en la derrota. Te dijo que hay que respetar, que hay que ser
competitivo, que hay que ganar, pero que no todo vale. Y, reto tras reto, con motivación y constancia, creciste como persona.
Por eso, el fútbol, sobre todo cuando se juega, es una escuela para la
vida. Además de disfrutar, en el campo es donde se demuestra quién lo daría
todo, quién sería capaz de ceder su puesto a otro para que disfrutara del
cuero, quién es un caballero o un pedante. En el campo debes soportar, por
desgracia, improperios de diversas personas, tragándote el orgullo y la
soberbia. Allí naces, allí vives, allí mueres. El fútbol es vida. Te fortalece
en las dificultades y te otras perspectivas de la vida. Y, aunque en ocasiones
es causa de peleas, riñas y conflictos por su excesivo fanatismo, él sigue
siendo tu mejor pasatiempo, del que aprendes y disfrutas.
Animo a todo aquel que ama el fútbol, a que siga disfrutando y deje disfrutar, que es un juego que se vive, pero que no vale la pena agredir física o verbalmente a cualquier persona o símbolo, conjunto o bandera. No limitemos este deporte a cuestiones personales, sociales o políticas. Dejémosle ser lo que es y ha sido. Aportemos nuestro grano de arena para que siga enseñando, para que siga enamorando y continue ganando adeptos, para que aumente esta gran familia. Seamos sensatos.
Gracias por existir, por deleitarnos noche tras noche, por hacernos
vibrar con el himno de la Champions, por enseñarnos mucho, por darnos tanto. Gracias.
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